lunes, 18 de junio de 2007

Cuento Nº 2

Ejercicio Nº 7


Eran las seis de la tarde del 14 de agosto del año 1838, lo recuerdo como si fuera ayer. Tenía 16 años, estaba en el campo de mi padre, Segundo Campos, un terrateniente identificado con los colores del partido conservador, el cual estaba al mando del país “bajo el gobierno” de José Joaquín Pérez, lo digo así porque todos sabíamos que era Portales el que ordenaba lo que había que hacer.
Esa tarde, estaba en el fundo “Los Manzanos” (mi padre le había puesto así porque era su fruta preferida), cazando conejos con mi primo Arturo, hijo de la hermana de mi mamá, la tía Florencia. Era nuestra mayor entretención cuando estábamos en el campo, porque lo demás era pura cosecha y no nos dejaban acercarnos a ella. Un día, uno de los peones de mi padre, “el chino” José, nos contó sobre la existencia de una pequeña casita que se encontraba cerca de la hacienda. Nos pareció muy misteriosa.
Cada domingo, antes del inicio del almuerzo, rezábamos por el descanso de mi abuelo, don Augusto Campos, que había muerto por extrañas circunstancias, que nunca explicaron. Mi abuela Carmen lideraba las oraciones hacia él, y siempre que orábamos, mi padre no lo hacía; él seguía comiendo. Cuando le preguntaba sobre mi abuelo, él me decía que no valía la pena hablar sobre él, que no era una buena persona, y que nos había hecho sufrir mucho.
Al notar la extraña presencia de esa casita, un poco descuidada, a medio pintar, con una sola ventana que le daba la salida al mundo exterior, con Arturo nos pusimos a sospechar algo. Estábamos seguros de que alguien vivía ahí. “El chino” José nos decía que a veces escuchaba gritos por las noches, pero que no se atrevía a ir siquiera a revisarla por miedo a su patrón, que le había dicho que no se acercara a esa casa, cuando una vez lo descubrió escudriñando por sus alrededores.
Era raro, pero sentimos que algo nos estaba llamando a entrar a esa casita, como si fuera una necesidad saber que había ahí dentro. El chino nos prestó un martillo para que rompiéramos la puerta y lográramos entrar. No fue posible. Miramos alrededor nuestro y había un mazo, con eso si que rompíamos la puerta.
Como “el chino” José tenía más fuerza, él tomó el mazo y rompió la puerta de un sólo golpe. Cuando vimos lo que había ahí dentro, se nos cayó la cara de la impresión. Sí, era mi abuelo Augusto, estaba demacrado por todos lados, amarrado de manos y con la boca sangrando.
Lo único que hice fue atinar a salir corriendo en busca de toda mi familia, la cual me acompañó inmediatamente. Mi padre fue el primero en llegar, observó a mi abuelo y le dio un golpe. Todos quedamos impactados, sobre todo mi abuela Carmen, que no creía lo que estaba pasando. Luego mi padre explicó por qué lo había encerrado. Lo había descubierto besándose con la criada de la casa, doña Mercedes, y no aguantó la humillación que sentiría su madre al saber eso. Al contarnos la historia, todos miramos al abuelo, nos dimos media vuelta, y cerramos nuevamente la casita, dejándolo solo, humillado y a las puertas de la muerte, que se veía cada vez más cerca debido al estado en el que se encontraba…

lunes, 4 de junio de 2007

...

Tantos años huyendo y esperando, y ahora el enemigo estaba en mi casa. Desde la ventana lo vi subir penosamente por el áspero camino del cerro. Su rostro reflejaba una dureza imposible de describir, alguna cosa lo atormentaba, necesitaba desquitarse de algo, o mejor dicho, de alguien. Al momento de verlo desde mi ventana, dudé un poco que fuera él, pero en el instante en que se acercaba cada vez más, una terrible sensación de temor se apoderó de mí.
Fue en esos momentos cuando comencé a recordar lo que había pasado. Era un viernes nublado y ya empezaba a oscurecer. Me encontraba en casa junto con Marcos, la persona en quien encontré el verdadero amor. No calculé la hora a la que iba a llegar Roberto, que supuestamente estaría en la oficina hasta tarde, porque estaba cerrando unos negocios con gente del extranjero. El entró y nos vio abrazados, acariciándonos con mucha pasión. Roberto no atinó a nada más que a amenazarme con que si me encontraba, me mataría, se dio media vuelta y se retiró.
Roberto se acercaba cada vez más a la entrada de la casa, en donde pasé los últimos siete meses de mi vida, escondida, con mucho temor por las palabras que me había dicho él, porque estaba seguro de que serían verdad… y lo eran.
- ¡Abre la puerta!, ¡sé que estás ahí escondida!, gritó Roberto.
Una gota de sudor comenzó a caer sobre mi frente, estaba seguro de que sería el final de mi vida.
La puerta la echó abajo con una pala que encontró en el jardín; no sabía qué es lo que tenía que hacer, si enfrentarlo o esconderme. Tomé el teléfono para llamar a Marcos, más que nada la casa era de él, pero no había tono. Roberto subía por las escaleras a paso firme, gritando que me quería ver, que no me escondiera, porque tarde o temprano me iba a encontrar. Observé hacia la ventana, no había otra cosa que hacer. Justo en ese instante entró a mi cuarto. Se acercaba lentamente a mí, con una cara que nunca le había visto en mi vida, llena de odio, rencor, y con ganas de hacer algo para desquitarse por lo que le hice.
- ¿Por qué lo hiciste?, me preguntó.
No dije nada.
- No me has dejado otra opción, me dijo.
En ese preciso instante me largué a llorar y a suplicarle por mi vida, no encontraba la forma de persuadirlo para que no lo hiciera.
Al verme así, Roberto bajó la pala, me tomó la mano y me dijo que no se iba a rebajar a matar a una persona que no valía la pena. Sentí que una esperanza se abría frente a mis ojos.
- ¡Ándate antes de que me arrepienta!, exclamó Roberto con lágrimas en los ojos.
Me puse inmediatamente de pie, sabía que esta era la oportunidad de escapar. Comencé a paso lento, le agradecí con toda mi alma la oportunidad que me daba, me di vuelta, avancé unos pasos, y sentí un dolor indescriptible en mi cabeza…