viernes, 1 de agosto de 2008

La secreta intimidad de los Down



Ser Síndrome de Down no es fácil. Insertos en un mundo en donde la estigmatización por ser uno de ellos es grande, el sacrificio por surgir supera lo adverso, sobre todo cuando se les da la oportunidad de trabajar. Sólo resta apoyarlos y formarlos de buena forma, para que en el futuro puedan valerse por sí solos.

Por Fernando Pérez y Juan Ignacio De La Carrera.


Flora Vergara (40) es evangélica y siempre ha sido muy creyente. Por eso, cuando no le quedaban más esperanzas, optó por orar. Se dirigió a la pieza más pequeña de su casa en La Florida, un cuarto de paredes azules, decoradas con dibujos de conejos, flores y aves. Con repisas y juguetes. Colgadores de colores y peluches. Arrodillada frente a una cuna de madera -hecha y pintada por ella misma- , colocada frente a la pared del fondo, le rezó a Dios: “Haz lo que sea tu voluntad. Lo único que pido es que él no siga sufriendo”. Hacía más de tres meses que había tenido a su primer y único hijo, Felipe (3). Ahora, el niño estaba en un hospital debido a una insuficiencia pulmonar, desatada por su condición: Felipe nació con Síndrome de Down.

Esta malformación genética se produce por la presencia de un cromosoma más de los que debería tener el ser humano en sus células (lo normal son 46; los niños con Síndrome de Down tienen 47). Las cifras demuestran que cada 700 nacimientos en Chile, aproximadamente, nace un niño con esta condición. La posibilidad aumenta con la edad. Las mujeres de 35 años o más, tienen una probabilidad en uno de 350 casos, de que su hijo salga con el síndrome. Una de ellas fue Flora.

El embarazo

Cuando supo que estaba embarazada, no lo podía creer.

–No me lo esperaba. Yo tenía 37 años, y no tenía pareja estable–. Era lo que siempre había esperado, un niño.

En una visita al doctor, al tercer mes, el médico le advirtió que había algo raro en el feto. “Tiene una pequeña malformación en la nuca”, le dijo. Luego de esa visita, la mandaron a hacerse exámenes. Muchos exámenes. Doctor que visitaba le decía algo diferente sobre su hijo. Que saldría con problemas, que estaba normal, que tenía cincuenta por ciento de probabilidades. Finalmente, a los cinco meses, una junta médica de la Universidad Católica le confirmó que su bebé tenía Síndrome de Down.

Flora es una mujer baja y entrecana. Un problema de columna que tiene desde su niñez, derivó en el cojeo de su pierna derecha. Eso la hace ver más baja aún. Su cara morena, redonda, muestra arrugas alrededor de los ojos, que se acentúan cuando la expresión se vuelve melancólica al hablar de Felipe.

–Cuando terminó el parto, se complicó. Nació con una insuficiencia pulmonar que terminó en asfixia –cuenta. El niño pasó sus primeros tres meses en una sala de hospital, debatiéndose entre la vida y la muerte.

–Yo llegaba al hospital y me decían que a Felipe se le había complicado esto, y luego esto otro, que estaba grave-, cuenta. –Yo pensaba porqué a mi. Hay tantas mujeres que rechazan a sus hijos. Yo lo quería a mi lado y estaba sufriendo esto–

Sin embargo, después de que rezó a los pies de la cuna, como si fuera un milagro (así define Flora a su hijo: un milagro) Felipe presentó constantes mejorías en su condición.

–Después de todo lo que sufrió al nacer, ahora está haciendo una vida normal–, dice con alegría.

En el colegio

Felipe está en una sala especial con tres niños más: Joaquín (8), Sebastián (8) y Renata (8), esta última, una niña que también tiene Síndrome de Down. De pronto, las tías prenden la radio y comienza a sonar una música infantil.

–¡Ya niños!, vamos a jugar –grita Verónica Ávalos (35), profesora de educación diferencial–. Hagamos el trencito.

Felipe, sin embargo, se queda agazapado en una de las paredes. Con un dedo en la boca, mira a sus compañeros, riendo y saltando.

–Felipe no es así en su casa, allá él manda –dice Verónica–. Su mamá es muy sobre protectora. Es por culpa de eso que cuando se separa de ella, se siente cohibido.

En el colegio especial “Anakena”, es hora de recreo. De a poco, pero con estruendo, los niños van saliendo de las salas. Uno de ellos, sin embargo, queda rezagado y camina, rápida y dificultosamente, hasta una pared pintada con personajes sacados de cuentos de Disney: pájaros, conejos y cisnes.

De pronto, un grito.

-¡Felipe!- llama Flora. El niño deja de mirar los dibujos y se da vuelta. En su cara pequeña y gordita se dibuja una sonrisa. -¡Dada!- dice, mientras se levanta y corre hacía su madre.

En la casa

Felipe saluda a toda persona que sus rasgados ojos alcanzan a ver. De la mano de su madre, el niño –de piel morena y cara redonda, igual que Flora– camina rápido para llegar a su casa, a ver sus dibujos animados favoritos. Para la mujer que le sujeta la mano, lo más importante es acompañarlo lo más que pueda.

–Cuando rezo, lo único que le pido a Dios es que me de tiempo y salud para estar con él hasta las últimas. No quiero ni imaginarme a Felipe solo en este mundo–, reflexiona. Y comienza a contar el por qué.

–En una de mis visitas al médico, cuando estaba embarazada, en la clínica había un joven Down, vestido con ropa ancha. De pronto, un chico que estaba con la mamá le preguntó que por qué esa persona era así. ‘Hijo, ese niño es enfermo’, fue la respuesta de la madre– cuenta. –No quiero que se enfrente a ese mundo–.

Flora cierra los ojos por un momento y suspira. Los abre y mira al cielo, luego dice.

–El segundo nombre de Felipe es Isaac. Se llama Felipe Isaac. Significa “risa” en hebreo. ¿Sabes porqué le puse así?– pregunta, mirando a su hijo jugar en la alfombra del living. Luego de un silencio responde.

–Porque con él, Dios me hizo sonreír en mi vejez.

El trabajo dignifica

Jessica (26) (para evitar problemas con la empresa omitimos el apellido) limpia una mesa. Termina, pasa a la siguiente. A ratos, toma una escoba, una pala y limpia el suelo. Cuando un cliente deja las bandejas en la mesa, las toma y las bota a la basura. De repente, se da cuenta que ya limpió todas las mesas y que en el piso no hay nada que barrer, y que las bandejas están todas en su lugar. Entonces, se para al lado del basurero. Ahí tiene su pequeña oficina: una estrecha mesa con varias botellas vacías de detergente, unos cuantos paños de cocina, una escoba y una pala. Desde allí vigila la sección de mesas, esperando a que a alguien se le caiga una papa frita al suelo, o que manchen con ketchup la mesa. Jessica tiene Síndrome de Down, trabaja en Mc Donalds, y tiene una jornada de 5 horas, de lunes a sábado.

Como ella, son muchas las personas con Síndrome de Down que logran insertarse al mundo laboral, haciendo trabajos pequeños pero que les ayudan a desarrollarse y a sentirse útiles.

La fundación para el Síndrome de Down “Complementa”, creada por un grupo de padres a fines de 1991, es uno de los caminos que pueden seguir las personas down para desarrollarse en su máximo potencial personal y laboral. Su directora, Ana María Bustos, señala que “nuestro objetivo es apoyar al niño en todas las áreas necesarias para que se pueda integrar tanto en su familia como en su sociedad”.

En la fundación, existe un programa en el cual se prepara al niño desde pequeño, por medio de talleres y cursos, para trabajar en labores fuera de la fundación.

–En este momento tenemos a dos personas trabajando como asistentes de archivo en una clínica, en donde tienen que sacarlos, ordenarlos y llevarlos a los respectivos departamentos –señala Ana María.

De un estudio de la Sociedad de Fomento Fabril (Sofofa), se destacan los siguientes datos: Las personas discapacitadas son un 87% más responsables que las normales, presentan un 74% menos de ausentismo laboral y son un 72% más puntuales. Además, el trabajo que desarrollan es 63% mejor en comparación con la eficiencia de una persona normal. Sin embargo, la razón de esas cifras es, muchas veces, la poca vida social de los Down.

Egoísmo laboral

A Jessica le dicen “Jeka” en el trabajo y “Jesiquita” en la casa. En el trabajo ella se siente necesaria. En su casa, pasa todo el día encerrada en su pieza.

–Me aburro mucho y me encanta venir acá –dice, abriendo harto la boca con cada palabra. Esto es por que, además del problema genético de los down que les hace tener una lengua más ancha de lo normal, le sobresale el mentón, dejando a descubierto unos blancos dientes inferiores. Muchas veces, cuando se para en su pequeña “oficina”, se queda mirando por la ventana, con la vista fija al exterior. Tiene ojos negros grandes, que crecen aun más por los lentes “poto de botella” que utiliza.

Cristóbal Vega (19) es otro empleado del local. A diferencia de Jessica, él no es un joven Down, y trabaja cocinando tras los mostradores, una zona en donde ella no puede entrar.

–Los jefes no la dejan entrar acá porque le puede pasar algo con tantas cosas calientes y con filo –dice Cristóbal–. Tampoco la dejan hablar con la gente. Esta empresa se llena la boca de que los tiene trabajando, pero la verdad es que hacen trabajos pequeños y sin importancia.

Sin embargo, por pequeño que sea, éste es su trabajo y no le gusta que nadie lo haga por ella: cuando un niño intentó ir a botar la bandeja con desperdicios al basurero Jessica, abriendo los ojos, le dijo con la voz más firme que pudo, “deja eso ahí, yo boto todo, todo.”

Cristóbal también ha vivido el fuerte sentimiento de propiedad de “Jeka” por su trabajo.

–Cuando hay mucha gente y me mandan a hacer “lobby” (limpiar mesas y barrer), la Jessica no me habla y me mira feo, además de que intenta hacer las cosas antes que yo. De llegar a limpiar una mesa antes de que yo llegue –dice Cristóbal–. Eso es porque en su casa no hace nada, y teme que acá le pase lo mismo.

“Se viene con todo”

Jessica limpia una mesa en una esquina. De pronto, se acerca vacilante a Cristóbal, quien está en su descanso comiendo en una de las mesas.

–Acuérdate que hoy el jefe prestó la casa para un carrete– le recuerda emocionada, Jessica– ¿Tienes la dirección? Yo primero tengo que hablar con mi papá y pedirle permiso.

–¿Vas a ir? –le pregunta.

–Si mi papá dice que sí, sí –aclara ella–. Si el carrete se viene con todo.

Cristóbal le sugiere que se vaya a las nueve con otra compañera, además de anunciarle que son un cuarto para las seis, que en quince minutos más termina su jornada.

–Ehh… voy a terminar de limpiar esa mesa (desde la cual se está parando recién una señora y sus dos hijos) y me voy –dice Jessica. Saca del bolsillo trasero del pantalón una botella con detergente y pasa a la mesa estrecha del centro a buscar un paño. Luego se dirige a la mesa que iba a limpiar.

–Lo más probable es que termine de limpiar esa mesa y siga con dos o tres más –dice Cristóbal–. Es como si no quisiera irse. Siempre se queda treinta o cuarenta minutos más de los que debería.